Recuerdo la vez que me escapé del colegio con unos compañeros porque las niñas de décimo y once de los colegios femeninos se reunían para un concurso de porras al que nosotros no teníamos permitido entrar. Como una prohibición o impedimento no es obstáculo para que un colombiano haga lo que se le dé la gana, aprovechamos que la portería del lugar no era un bunker acorazado como las de los colegios de ahora y nos fuimos entrando sigilosamente cual ladrones expertos. La idea era enviar grupos pequeños hasta conquistar el lugar del evento —y una que otra niña, obvio—. Cuando el primer grupo de tres pre-arrechos y valientes compañeros había logrado un buen tramo sin ser detectados se me ocurrió, de la nada y espontáneamente, gritarles lo que creí era un excelente, genial y graciosísimo chiste: “¡Mejor vámonos para donde la putas, que allá si nos abren!” El grito puso en aviso a todo el mundo y con reclamos de amigos y portero nos mandaron pa’ la porra. Ni niñas, ni chistoso, ni gracioso, ni nada: quedé como un idiota de esos que abundan en la oficina, en el colegio, en la universidad o en la casa, el pandémico combo del todo en uno. No sobra, sensibleras almas, aclarar que no es mi intención equiparar a las niñas de décimo y once de los colegios femeninos con putas. Cada quien verá qué hace con lo que aprende y cómo le da uso. Simplemente resalto un chiste surgido a partir de una situación real. El hecho de que alguien diga que un empleado de panadería se gane dos millones de pesos al mes no quiere decir que eso sea cierto ni que quien lo dice sea un imbécil pero amabas cosas nos permiten decir cosas que incluso sean chistosas. Calmados pues, no llenen esta vaina de comentarios que hagan sentir a los editores unos inútiles que no hacen bien su labor.
Sé que las palabras imbécil o estúpido también pudieron ser usadas para denominar mi chistecito, pero idiota es más suave y pues, yo me quiero mucho. Más que encontrar la palabra adecuada, lo que quiero es referirme al efecto que causó mi maravilloso apunte y aprovecharlo para mencionar algunos casos en los cuales un comediante de stand-up comedy, durante su —digamos— ejercicio escénico, puede llegar a ser visto o tenido como un idiota, un estúpido o un imbécil por el público. Finalmente será el público quien dé ese veredicto y la idea es no morir en el intento. Porque, repitamos una vez más una verdad de a puño, el escenario es implacable y se encarga de poner las cosas en su justa medida y en su preciso lugar.
Pienso que hay principalmente dos maneras en las que te puedes ver como un idiota cuando estás en el escenario: cuando quieres demostrarle al público lo chistoso que eres siempre, “véanme, mírenme, soy muy chistoso porque no les ha pasado que…” y cuando te quieres mostrar como el chico malo porque “mira qué malo e irreverente soy”.
En la primera es muy fácil caer. Lleva uno una vida normal —de madrugadas, bus, universidad y/o trabajo— con la particularidad más o menos común de ser una persona chévere por hacer amenos los asados familiares y reuniones de amigos con chistes comentados divertidamente; lo que se llama “tener chispa”. Como toca salir de la zona de confort y reinventarse (o reinventar la zona de confort, ya los expertos en coaching dirán cómo es) decide uno buscarle males al cuerpo y pararse en un escenario a hacer los mismos chistes de los asados. Pero no, resulta que al mundo no le interesan tus chistes de los asados y la familiaridad que ya tienes ganada con los tuyos no es prenda de garantía con un público que no te conoce. Así es como pasas a ser la carne en el asador.
La segunda es la más triste. La rebeldía no suele ser bien vista y el chico malo se quiere hacer notar de cualquier modo —gritando planes para ir de putas, por ejemplo—. En esos casos siempre se debe brindar un lenitivo, algo que haga caer bien al malo: Robin Hood encontraba la forma de hacerse querer. Ser el chico malo en el escenario necesita entonces una especie de soborno para que el público soporte que hables mal de la religión o de Dios, de las madres o los niños. Encontrar con qué o cómo pagar ese soborno no es fácil y por eso se llega fácil a ser un idiota, un rebelde sin causa y peor aún, sin gracia. Se requiere algo más que adaptar palabras o temas de moda que tal vez ni siquiera se entiendan completamente.
Cuando el ejercicio de la stand-up comedy se empieza a hacer interactuando con las personas, tratando de hablar de lugares que son comunes para todos, haciendo mención de hechos que son noticia, o de cualquier otro modo que logre familiarizarnos con el escenario y el público, se empiezan a entender y a reconocer mejor esos mecanismos de enganche con el espectador que harán que, en el mejor de los casos, este te empiece a entender y aceptar al menos como un rebelde patético al que es divertido escuchar. Esta aceptación requiere mucho más que adaptar memes o tuits para ser dichos en el escenario y así forzar la idea de que se es chistoso. Es mejor partir de lo que uno es y no querer ser chistoso para el momento, sino simplemente entender que dar una perspectiva chistosa de la vida nos hace más llevadero el mundo.
Adaptar cosas, palabras y temas con el mero fin de querer sonar chistoso para ser popular es tan patético como darle títulos rimbombantes a artículos como este que finalmente solo van a estar llenos de palabras que no dicen nada. Eso no tiene gracia.
ESCRITO POR FABIÁN GARZÓN